Desde el punto de vista científico, no hay ninguna prueba de que los animales se aburran, ni siquiera las ostras, pero sí hay pistas que parecen indicar que sí les sucede.
La más concluyente hasta el momento es la similitud de comportamiento entre algunas especies y los seres humanos cuando están encerrados sin nada en qué ocupar su tiempo: unos y otros buscarán afanosamente cualquier tipo de estímulo.
En 2012, la investigadora Rebecca K. Meagher, de la Universidad de Guelph, en Canadá, dirigió un estudio sobre el comportamiento de dos grupos de visones en confinamiento: uno estaba encerrado en jaulas pequeñas y vacías; el segundo disfrutaba de sitio para correr, instalaciones para trepar y chuches para entretenerse royendo.
Meagher observó que el primer grupo tendía a lanzarse a investigar cualquier estímulo, por pequeño que fuera, tanto si era apetecible, como una golosina, o amenazador, como el guante que usaban los investigadores para atraparlos.
En sus conclusiones advirtió de que, si bien su trabajo no arrojaba conclusiones definitivas, si proveía “un primer paso hacia el aburrimiento operacional en animales”, sobre todo porque uno de sus objetivos fue diferenciar el aburrimiento de otras sensaciones como son la apatía, la depresión o la anhedonía, ninguna de las cuales es susceptible de mejorar a través de la exposición a estímulos externos.
Hasta que llegue la prueba definitiva, otros prefieren prevenir a curar: hace años que las instalaciones de los zoológicos incluyen áreas más grandes, juntan a los animales (siempre que sea posible) e idean maneras de hacer entretenida incluso la hora de la comida, escondiendo los alimentos o envolviéndolos en hojas que los animales deben retirar.
Un buen sujeto de estudio puede ser nuestro propio perro o gato: no hay duda de que lo queremos, ¿pero se divierte con nosotros?
Fuente: Muy Interesante